EL DON DE TEMOR DE DIOS
“El amor nos hará apresurar los pasos, y el temor nos hará ir mirando adónde ponemos los pies para no caer” (Santa Teresa de Jesus)
El santo temor de Dios nos conducirá con suavidad a una prudente desconfianza de nosotros mismos, a huir con rapidez de las ocasiones de pecado; y nos inclinará a una mayor delicadeza con Dios y con todo lo que a Él se refiere. Pidamos al Espíritu Santo que nos ayude mediante este don a reconocer sinceramente nuestras faltas y a dolernos verdaderamente de ellas.
EL DON DE TEMOR DE DIOS
— El temor
servil y el santo temor de
Dios. Consecuencias de este don en el alma.
— El santo temor de Dios y el empeño por
rechazar todo pecado.
— Relaciones de este don con las
virtudes de la humildad y de la templanza. Delicadeza de alma y sentido del
pecado.
I. Dice Santa Teresa que ante tantas
tentaciones y pruebas que hemos de padecer, el Señor nos otorga dos remedios: “amor y temor”. “El amor nos
hará apresurar los pasos, y el temor nos hará ir mirando adónde ponemos los
pies para no caer”1.
Pero no todo temor es bueno. Existe el temor mundano2,
propio de quienes temen sobre todo el mal físico o las desventajas sociales que
pueden afectarles en esta vida. Huyen de las incomodidades de aquí abajo,
mostrándose dispuestos a abandonar a Cristo y a su Iglesia en cuanto prevén que
la fidelidad a la vida cristiana puede causarles alguna contrariedad. De ese
temor se originan los “respetos humanos”, y es fuente de incontables
capitulaciones y el origen de la misma infidelidad.
Es muy diferente el llamado temor servil, que aparta del
pecado por miedo a las penas del infierno o por cualquier otro motivo
interesado de orden sobrenatural. Es un temor bueno, pues para muchos que están
alejados de Dios puede ser el primer paso hacia su conversión y el comienzo del amor3.
No debe ser este el motivo principal del cristiano, pero en muchos casos será
una gran defensa contra la tentación y los atractivos con que se reviste el
mal.
El que teme no es perfecto en la caridad4 –nos dejó escrito el Apóstol San Juan–, porque el cristiano verdadero se
mueve por amor y está hecho para amar. El santo
temor de Dios, don del Espíritu Santo, es el que reposó, con los demás
dones, en el Alma santísima de Cristo, el que llenó también a la Santísima
Virgen; el que tuvieron las almas santas, el que permanece para siempre en el
Cielo y lleva a los bienaventurados, junto a los ángeles, a dar una alabanza
continua a la Santísima Trinidad. Santo Tomás enseña que este don es
consecuencia del don de sabiduría y como su manifestación externa5.
Este temor filial, propio de hijos que
se sienten amparados por su Padre, a quien no desean ofender, tiene dos efectos
principales. El más importante, puesto que es el único que se dio en Cristo y
en la Santísima Virgen, es un respeto inmenso por la majestad de Dios, un hondo
sentido de lo sagrado y una complacencia sin límites en su bondad de Padre. En
virtud de este don las almas santas han reconocido su nada delante de Dios.
También nosotros podemos repetir con frecuencia, reconociendo nuestra nulidad,
y quizá a modo de jaculatoria, aquello que con tanta frecuencia repetía San
Josemaría Escrivá: no valgo
nada, no tengo nada, no puedo nada, no sé nada, no soy nada, ¡nada!6,
a la vez que reconocía la grandeza inconmensurable de sentirse y de ser hijo de Dios.
Durante la vida terrena, se da otro
efecto de este don: un gran horror al pecado y, si se tiene la desgracia de
cometerlo, una vivísima contrición. Con la luz de la fe, esclarecida por los
resplandores de los demás dones, el alma comprende algo de la trascendencia de
Dios, de la distancia infinita y del abismo que abre el pecado entre el hombre
y Dios.
El don de temor nos ilumina para
entender que “en la raíz de los males morales que dividen y desgarran la
sociedad está el pecado”7. Y el don de temor nos lleva a aborrecer
también el pecado venial deliberado, a reaccionar con energía contra los
primeros síntomas de la tibieza, la dejadez o el aburguesamiento. En
determinadas ocasiones de nuestra vida quizá nos veamos necesitados de repetir
con energía, como una oración urgente: “¡No quiero tibieza!: “confige timore
tuo carnes meas!” —¡dame, Dios mío, un temor filial, que me haga reaccionar!”8.
II. Amor y temor. Con este bagaje hemos
de hacer el camino. “Cuando el amor llega a eliminar del todo el temor, el
mismo temor se transforma en amor”9. Es el temor del hijo que ama a
su Padre con todo su ser y que no quiere separarse de Él por nada del mundo.
Entonces, el alma comprende mejor la distancia infinita que la separa de Dios,
y a la vez su condición de hijo. Nunca como hasta ese momento ha tratado a Dios
con más confianza, nunca tampoco le ha tratado con más respeto y veneración.
Cuando se pierde el temor santo de Dios, se diluye o se pierde el sentido del
pecado y entra con facilidad la tibieza en las almas. Se pierde el sentido del
poder, de la Majestad de Dios y del honor que se le debe.
Nuestro acercamiento al mundo
sobrenatural no lo podemos llevar a cabo intentando inútilmente eliminar la
trascendencia de Dios, sino a través de esa divinización que produce la gracia
en nosotros, mediante la humildad y el amor, que se expresa en la lucha por
desterrar todo pecado de nuestra vida.
“El primer requisito para desterrar ese
mal (...), es procurar conducirse con la disposición clara, habitual y actual,
de aversión al pecado. Reciamente, con sinceridad, hemos de sentir –en el
corazón y en la cabeza– horror al pecado grave. Y también ha de ser nuestra
actitud, hondamente arraigada, de abominar del pecado venial deliberado, de
esas claudicaciones que no nos privan de la gracia divina, pero debilitan los
cauces por los que nos llega”10. Muchos parecen hoy haber perdido el
santo temor de Dios. Olvidan quién es Dios y quiénes somos nosotros, olvidan la
Justicia divina y así se animan a seguir adelante en sus desvaríos11.
La meditación del fin último, de los Novísimos, de aquella realidad que veremos
dentro quizá de no mucho tiempo: el encuentro definitivo con Dios, nos dispone
para que el Espíritu Santo nos conceda con más amplitud ese don que tan cerca
está del amor.
III. De muchas formas nos dice el Señor
que a nada debemos tener miedo, excepto al pecado, que nos quita la amistad con
Dios. Ante cualquier dificultad, ante el ambiente, ante un futuro incierto...
no debemos temer, debemos ser fuertes y valerosos, como corresponde a hijos de
Dios. Un cristiano no puede vivir atemorizado, pero sí debe llevar en el
corazón un santo temor de Dios, al que por otra parte ama con locura.
A lo largo del Evangelio, “Cristo repite
varias veces: No tengáis
miedo... no temáis. Y a la vez, junto a estas llamadas a la fortaleza,
resuena la exhortación: Temed,
temed más bien al que puede enviar el cuerpo y el alma al infierno (Mt 10, 28). Somos llamados a la fortaleza
y, a la vez, al temor de Dios, y este debe ser temor de amor, temor filial. Y solamente
cuando este temor penetre en nuestros corazones, podremos ser realmente fuertes
con la fortaleza de los Apóstoles, de los mártires, de los confesores”12.
Entre los efectos principales que causa
en el alma el temor de Dios está el desprendimiento de las cosas creadas y una
actitud interior de vigilia para evitar las menores ocasiones de pecado. Deja
en el alma una particular sensibilidad para detectar todo aquello que puede contristar al Espíritu Santo13.
El don de temor se halla en la raíz de
la humildad, en cuanto da al alma la conciencia de su fragilidad y la necesidad
de tener la voluntad en fiel y amorosa sumisión a la infinita Majestad de Dios,
situándonos siempre en nuestro lugar, sin querer ocupar el lugar de Dios, sin
recibir honores que son para la gloria de Dios. Una de las manifestaciones de
la soberbia es el desconocimiento del temor de Dios.
Junto a la humildad, tiene el don de
temor de Dios una singular afinidad con la virtud de la templanza, que lleva a
usar con moderación de las cosas humanas subordinándolas al fin sobrenatural.
La raíz más frecuente del pecado se encuentra precisamente en la búsqueda
desordenada de los placeres sensibles o de las cosas materiales, y ahí actúa
este don, purificando el corazón y conservándolo entero para Dios.
El don de temor es por excelencia el de
la lucha contra el pecado. Todos los demás dones le ayudan en esta misión
particular: las luces de los dones de entendimiento y de sabiduría le descubren
la grandeza de Dios y la verdadera significación del pecado; las directrices
prácticas del don de consejo le mantienen en la admiración de Dios; el don de
fortaleza le sostiene en una lucha sin desfallecimientos contra el mal14.
Este don, que fue infundido con los
demás en el Bautismo, aumenta en la medida en que somos fieles a las gracias
que nos otorga el Espíritu Santo; y de modo específico, cuando consideramos la
grandeza y majestad de Dios, cuando hacemos con profundidad el examen de
conciencia, descubriendo y dando la importancia que tiene a nuestras faltas y pecados.
El santo temor de Dios nos llevará con facilidad a la contrición, al
arrepentimiento por amor filial: “amor y temor de Dios. Son dos castillos
fuertes, desde donde se da guerra al mundo y a los demonios”15.
El santo temor de Dios nos conducirá con
suavidad a una prudente desconfianza de nosotros mismos, a huir con rapidez de
las ocasiones de pecado; y nos inclinará a una mayor delicadeza con Dios y con
todo lo que a Él se refiere. Pidamos al Espíritu Santo que nos ayude mediante
este don a reconocer sinceramente nuestras faltas y a dolernos verdaderamente
de ellas. Que nos haga reaccionar como el salmista: ríos de lágrimas derramaron mis
ojos, porque no observaron tu ley16. Pidámosle que, con
delicadeza de alma, tengamos muy a flor de piel el sentido del pecado.
1 Santa
Teresa, Camino de perfección,
40, 1. — 2 Cfr. M. M. Philipon, Los dones del Espíritu Santo,
Palabra, Madrid 1983, p. 325. — 3 Eclo 25, 16. — 4 Jn 4, 18. — 5 Santo Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 45, a.
1, ad 3. — 6 Citado por A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei,
Rialp, Madrid 1933, p. 383. — 7 Juan Pablo II, Carta de presentación del
“Instrumentum laboris” para el VI Sínodo de Obispos, 25-I-1983. — 8 Cfr. San Josemaría Escrivá, Camino, n. 326. — 9 San Gregorio de Nisa, Homilía 15. — 10San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 243. — 11 Cfr. ídem, Camino, n. 747. — 12 Juan Pablo II, Discurso a los nuevos cardenales,
30-VI-1979. — 13 Ef 4, 30. — 14 Cfr. M. M. Philipon, o. c., p. 332. — 15 Santa Teresa, o. c., 40, 2. — 16 Sal 118, 136.
Material de meditation de Catholic.net
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