La búsqueda de Dios
Meditación que el Padre Hurtado pidió que se
publicara después de su muerte
Época trágica la nuestra. Esta generación ha conocido dos
horribles guerras mundiales y está a las puertas de un conflicto aún
más trágico, un conflicto tan cruel que hasta los más interesados
en provocarlo se detienen espantados, ante el pensamiento de las
ruinas que acarreará. La literatura que expresa nuestro siglo es una
literatura apocalíptica, testimonio de un mundo atormentado hasta
la locura.
¡Cuántos, en nuestro siglo, si no locos, se sienten inquietos,
desconcertados, tristes, profundamente solos en el vasto mundo
superpoblado, pero sin que la naturaleza ni los hombres hablen de
nada a su espíritu, ni les den un mensaje de consuelo! ¿Por qué?
Porque Dios está ausente de nuestro siglo. Muchas definiciones
se pueden dar de nuestra época: edad del maquinismo, del
relativismo, del confort. Mejor se diría una sociedad de la que Dios
está ausente.
Los grandes ídolos de nuestro tiempo son el dinero, la salud,
el placer, la comodidad: lo que sirve al hombre. Y si pensamos en
Dios, siempre hacemos de Él un medio al servicio del hombre: le
pedimos cuentas, juzgamos sus actos, y nos quejamos cuando no
satisface nuestros caprichos. Dios en sí mismo parece no interesarnos.
La contemplación está olvidada, la adoración y alabanza es poco
comprendida. El criterio de la eficacia, el rendimiento, la utilidad,
funda los juicios de valor. No se comprende el acto gratuito,
desinteresado, del que nada hay que esperar económicamente.
Hasta los cristianos, a fuerza de respirar esta atmósfera,
estamos impregnados de materialismo, de materialismo práctico.
Confesamos a Dios con los labios, pero nuestra vida de cada día
está lejos de Él.
Nos absorben las mil ocupaciones.
Nuestra vida de cada día es pagana. En ella no hay oración,
ni estudio del dogma, ni tiempo para practicar la caridad o para
defender la justicia. La vida de muchos de nosotros ¿no es, acaso, un absoluto vacío? ¿No leemos los mismos libros, asistimos a
los mismos espectáculos, emitimos los mismos juicios sobre la
vida y sobre los acontecimientos, sobre el divorcio, limitación de
nacimientos, anulación de matrimonios, los mismos juicios que los
ateos? Todo lo que es propio del cristiano: conciencia, fe religiosa,
espíritu de sacrificio, apostolado, es ignorado y aun denigrado: nos
parece superfluo. La mayoría lleva una vida puramente material,
de la cual la muerte es el término final. ¡Cuántos bautizados lloran
delante de una tumba como los que no tienen esperanza!
La inmensa amargura del alma contemporánea, su
pesimismo, su soledad... las neurosis y hasta la locura, tan frecuentes
en nuestro siglo, ¿no son el fruto de un mundo que ha perdido a
Dios? Ya bien lo decía San Agustín: “Nos creaste, Señor, para ti y
nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”.
Felizmente, el alma humana no puede vivir sin Dios.
Espontáneamente lo busca, aun en manifestaciones objetivamente
desviadas. En el hambre y sed de justicia que devora muchos
espíritus, en el deseo de grandeza, en el espíritu de fraternidad
universal, está latente el deseo de Dios. La Iglesia Católica desde su
origen, más aún, desde su precursor, el Pueblo prometido, no es sino
la afirmación nítida, resuelta, de su creencia en Dios. Por confesarlo,
murieron muchos en el Antiguo Testamento; por ser fiel al mensaje
de su Padre, murió Jesús; y después de Él, por confesar un Dios Uno
y Trino cuyo Hijo ha habitado entre nosotros, han muerto millones
de mártires: desde Esteban y los que como antorchas iluminaban
los jardines de Nerón, hasta los que en nuestros días mueren en
Rusia, en Checoslovaquia, en Yugoslavia; ayer en Japón, en España
y en Méjico, han dado su sangre por Él. A otros no se les ha pedido
este testimonio supremo, pero en su vida de cada día lo afirman
valientemente: Religiosos que abandonan el mundo para consagrarse
a la oración; religiosas que unen su vida de obreras, en la fábrica,
a una profunda vida contemplativa; universitarios animados de un
serio espíritu de oración; obreros, como los de la JOC, que son ya
más de un millón en el mundo, para los cuales la plegaria parece
algo connatural; y junto a ellos, sabios, sabios que se precian de su
calidad de cristianos. Hay grupos selectos que buscan a Dios con
Un fuego que enciende otros fuegos
toda su alma y cuya voluntad es el supremo anhelo de sus vidas.
Y cuando lo han hallado, su vida descansa como en una roca
inconmovible; su espíritu reposa en la paternidad divina, como el
niño en los brazos de su madre (cf. Sal 130). Cuando Dios ha sido
hallado, el espíritu comprende que lo único grande que existe es
Él. Frente a Dios, todo se desvanece: cuanto a Dios no interesa se
hace indiferente. Las decisiones realmente importantes y definitivas
son las que yacen en Él.
Al que ha encontrado a Dios acontece lo que al que ama
por primera vez: corre, vuela, se siente transportado; todas sus dudas
están en la superficie, en lo hondo de su ser reina la paz. No le
importa ni mucho ni poco cuál sea su situación, ni si escucha o no
sus oraciones. Lo único importante es: Dios está presente. Dios es
Dios. Ante este hecho, calla su corazón y reposa.
En el alma de este repatriado hay dolor y felicidad al mismo
tiempo. Dios es a la vez su paz y su inquietud. En Él descansa, pero
no puede permanecer un momento inmóvil. Tiene que descansar
andando; tiene que guarecerse en la inquietud. Cada día se alza
Dios ante él como un llamado, como un deber, como dicha próxima
no alcanzada.
El que halla a Dios se siente buscado por Dios, como
perseguido por Él, y en Él descansa, como en un vasto y tibio mar.
Esta búsqueda de Dios sólo es posible en esta vida, y esta vida sólo
toma sentido por esa misma búsqueda. Dios aparece siempre y en
todas partes, y en ningún lado se le halla. Lo oímos en las crujientes
olas, y sin embargo calla. En todas partes nos sale al encuentro y
nunca podremos captarlo; pero un día cesará la búsqueda y será
el definitivo encuentro.
Cuando hemos hallado a Dios, todos los
bienes de este mundo están hallados y poseídos.
El llamado de Dios, que es el hilo conductor de una
existencia sana y santa, no es otra cosa que el canto que desde las
colinas eternas desciende dulce y rugiente, melodioso y cortante.
Llegará un día en que veremos que Dios fue la canción que meció
nuestras vidas. ¡Señor, haznos dignos de escuchar ese llamado y
de seguirlo fielmente!
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