Por santa gracia de Dios, llevo más de 21 años de casada con mi esposo José de quien digo y afirmo es el hombre de los ojos más bellos.
Llevo un gran agradecimiento en el corazón pero al mismo tiempo una gran
sorpresa porque puedo testimoniar que somos muy distintos y sin embargo Dios nos hace uno.
¿Cómo es eso?, me pregunto. ¿Cómo es que pasa el tiempo y
estamos juntos?...y la respuesta está en la santa cruz de nuestro Señor pues no
somos nosotros los encargados de hacer que esta unión funcione sino el santo espíritu,
su voluntad y su santa gracia.
Por supuesto, tenemos la responsabilidad de poner nuestro empeño,
nuestro hacer. Debemos poner de nuestra parte (no 50-50 como dice la gente,
sino 100 +100 + Cristo) y mostrar interés
por trabajar las diferencias que existen…pero Dios es quien hace todo. Él es
quien produce la unidad, la comunión, la comprensión.
Al escribir el título “nuestro matrimonio costó sangre”, no me
refiero a la nuestra, ni mi sangre ni la de mi esposo… ¡para nada!. Me refiero a la purísima sangre de nuestro Señor
que sabía lo que había en nuestra naturaleza y murió por todos
nosotros. Su sacrificio es el que da plenitud a nuestra existencia, sentido a
nuestra entrega y donación mutua; porque
si nosotros, no conociéramos a Cristo, no nos sostuviéramos en Cristo, si no habríamos
recibido el santo sacramento del matrimonio y no nos alimentáramos de su pan y su palabra…no
estuviésemos juntos.
Jesús conoce mis debilidades y conoce también las de mi esposo
desde antes de nacer; por eso, el día de su crucifixión, rogó por nosotros
en la cruz y dijo “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”…
también conocía nuestras fortalezas y en su infinita bondad nos unió para
lograr la salvación de uno y otro con su ayuda. En su tiempo terrenal también
nos dijo: “he orado por ti para que tu fe no desfallezca”.
Toda la humanidad, de alguna manera, estuvo allí el día de
la cruz. Estábamos unos a la derecha y otros a la izquierda no como María Magdalena,
María o Juan…no, todos somos como los
ladrones, ninguno justo o santo. Santo solo El que es bondad infinita, pero
nosotros…criaturas finitas con limitado conocimiento de la verdad que apenas
podemos decir como aquel “buen ladrón”: “acuérdate de mí Señor” y arrepentirnos
de nuestras muchas faltas. Algunos de nosotros decimos, “apiádate de mi Señor”
y por eso apenas estamos vislumbrando el camino a casa; pero Jesús, en su infinita
bondad nos mira con amor a pesar de
nuestras miserias y a uno que otro le dice que estará en su reino.
Solo por la sangre de nuestro Señor podemos nosotros decir
esta mujer o este hombre es carne de mi carne. Somos uno, aunque alguno no lo
merezca porque primero que nada, ni nosotros mismos merecemos la redención sino
que se nos da por puro amor.
Solo por el agua del costado de Cristo podemos lavar
nuestras faltas unos con otros y decir –“te perdono”, -“perdóname tu a mí” o
simplemente a veces, ni siquiera decirlo, sino abrazarnos. Sin esa agua llena
de consuelo, paz y vida no pudiéramos avanzar hacia un camino limpio y
luminoso.
Solo porque tu aguantaste Señor los martillazos por nuestros
pecados, nuestras malas respuestas, nuestra falta de caridad, nuestros gritos,
incomodidades, nuestros egoísmos y el “tira y jala” de quien tiene razón …solo
por esos martillazos en tus manos y pies podemos decir ayudados por ti… -“sigamos
adelante que esto no termina aquí, queremos ver el final junto a Cristo”.
Solo porque tú nos enseñaste a decir “¿Porque me has
abandonado?” llenos de confianza, sabiendo que nuestro Padre te escuchaba y diciéndole
-“en tus manos encomiendo mi espíritu”,
podemos nosotros gritar, llorar, reclamar, sentirnos frustrados, no comprender
algunas cosas…sin embargo nunca renunciar sino decir confiados al final de cada
prueba o mal rato… “en tus manos Padre del cielo nos encomendamos”.
Solo porque tú nos entregaste a nuestra Madre del cielo, en
momentos de angustia, alegría, sosiego o tristeza contamos nosotros con nuestra
santa Madre del cielo.
Bendita tu cruz maestro que nos redime, consuela y anima.
Bendita tu sangre porque ya conocías que solos no íbamos a poder regresar a
casa y nos colocaste “de dos en dos”, tal como lo indicas en tu santo evangelio,
porque nuestra misión es precisamente caminar juntos a pesar de las
diferencias, impulsando uno al otro a llegar más alto y hasta el cielo.
Gracias porque no es mi sangre sino la tuya, gracias porque
no somos nosotros sino Tu quien marcas el camino. Gracias porque no te quedas
en la cruz sino que resucitas, como resucitamos nosotros cada vez que te
dejamos “hacer” en nuestras vidas.
Que sea tu sangre la que cubra nuestra casa, nuestras
empresas, nuestras almas en todo momento. Con solo una gota de tu santísima sangre
sobre nuestra familia podemos llegar a la plenitud para la cual nos
hiciste y así, lentamente te revelas en el esposo, en la
esposa. Lentamente te vislumbras en nuestro interior, en el interior de nuestr@
espo@. Tantas veces vamos al sagrario a verte y te tenemos justo al lado,
porque ahí en nuestro esposo, en nuestra esposa, estas TÚ y ese es otro
sagrario en quien debemos descubrirte cada día, aunque a veces “se esconda” tu
presencia porque nos encargamos de “esconderte para el otro”… pero siempre estás ahí.
No existe cristianismo sin cruz y esa es una realidad que a veces
abruma, sin embargo, como diría Santa Teresa, es una “palma preciosa en la que
el alma ha subido” y el “camino más seguro para el cielo”.
Mucho me temo que esta parte la debo explicar pues si bien
somos mártires porque nos damos a los demás por amor a Cristo y en el matrimonio nos donamos a nuestra pareja, también debemos
tener en nuestro interior la estima y dignidad de los hijos de Dios por quien
el mismo hijo muere y se entrega. Así como su amor fue firme y su dignidad
nunca se perdió, así la nuestra, por tu misma redención es respetada en el
matrimonio porque Tu nos amaste primero y si nuestro padre “Abba” nos regaló la
dignidad de hijos, debemos todos tratarnos como tales, comprendiéndonos unos a
otros y procurando el bien a nuestra pareja.
Gracias por tu sangre maestro. Gracias por llenar nuestras
tinajas de vino tantas veces. Gracias Madrecita por decirle a tu hijo al oído “no
tienen vino” cada vez. Gracias por dar tu vida y enseñarnos a caminar juntos.
Gracias por tu infinita misericordia.
Danos la gracia de poder conocerte más y amarte más para que
verdaderamente seamos testigos tuyos cada día y los demás puedan decir como en
aquellos días, “miren como se aman”.
Dios te bendiga.